Se alejaba. Se moría lentamente. Mirando al horizonte (si es que tal cosa existe) consiguió intuir su forma cambiante en la lejanía. Parecía distinta, extraña, como si no fuera la misma que hace tan poco estaba junto a él. Como si el tiempo, o tal vez la distancia (o tal vez ambos: no se podía realizar un adecuado control de las variables) diluyeran su verdadero ser y lo modificaran.
Dejó de mirar atrás. Miró al frente.
Todo era confuso y sin puntos de referencia, aunque no hubiera sabido decir qué era todo. ¿Y? Así nunca moriría, era la angustia de lo ingrávido. Y lo comprendió: una putada. Esa mirada a lo desconocido, como con inocencia, la inocencia de los que han olvidado todo o todavía no tienen algo que olvidar, lo decidió todo.
– ¡No!
Rompió los espejos enfrentados, y supo que esa reminiscencia seguiría ahí, una estela a la que podría recurrir, pero en ese momento importaba más el vacío por llenar.
Cerró los ojos muy fuerte, esperó, viendo los trocitos de cristal roto a su alrededor, y los abrió muy poco a poco.
Oscuras gotas de sangre caliente se deslizaban perezosas a lo largo de lo que quedaba de cristal, e inconscientemente le recordaron a sí mismo: moviéndose entre dos paredes, la indecisión y el miedo, cada vez más cercanas entre sí a medida que se cernían sobre él impidiéndole respirar. Y también esas gotas, esos seres aparentemente inertes que pasaban por la fría superficie por un solo instante dejaban sus propias estelas; llegadas al abismo, una tras otra caían para dejar de formar parte de la homogeneidad del espejo roto. ¿Y acaso podía luchar él contra esa inercia que le empujaba hacia lo que nunca había visto? ¿Era tan distinto de ellas?
Caería por el cristal, sí, lo sabía. Pero sobre él quedaría algo, una marca, una mancha, una estela.
Lo colorearía.