martes, 20 de mayo de 2008
NaCl y HCl en disolución o comunión
Regaladle cualquier cosa. Una tele pantalla plana con DVD TDT incluída. No le regaléis un movil. Un móvil 3G enano de tarjeta. ¿Para qué va a querer el niño un MP4? Toma MP4 de 8 Gigas. Ya tiene una cámara. Vaya, una súper cámara de no sé cuántos Megapíxeles. Y por si acaso, otro DVD, esta vez portátil.
Vas a la Iglesia, y el cura te larga un discurso acerca de cómo será el Dios (en singular) de un agnóstico. ¡Que al menos sea ateo!, es la conclusión.
Y de noche, una visión. Me acuesto, alerta. Siempre quise evitar esto. Mi feliz ultra-ofrendado hermano Pablo en la cama de al lado, el móvil sobre la mesilla, la tele en la mesa, con el DVD enchufado, al lado su homólogo portátil, la camára en la silla, sobre el P4 8 Gb. El dinero tintinea en la hucha del piarata parche en el ojo sin pata de palo. Ya comienza. Por la rendija de la hucha comienza a surgir una creciente sombra, cubierta de algo parecido a purpurina, como brillantes y pequeños puntos de luz. He podido verlo porque estaba esperándolo. Enciendo; a la tenue luz de la lamparilla con forma de calabaza de Halloween se muestran sombras casi con consistencia surgiendo de todos esos objetos. Se muestran sorprendidas ante la repentina luz. Mi sombra se proyecta en la pared de atrás.
¡Vete de aquí! ¡No lo vas a conseguir! Pero las sombras insisten, se hacen más grandes y avanzan ante mi inesperada resistencia. No hay más remedio. Creo una débil (todo lo fuerte que puedo) barrera, una burbuja con centro mi hermano. No pasáis.
Mira, Pablo. Son 100 €, ¿no los quieres? Yo tengo horas de diversión para ti, Pablo. ¿No te acuerdas de cuando tu hermano no quería dejarte ver la televisión? La quiere para él solo, siempre todo para él y a ti no te deja hacer nada. Pero ahora tienes una tele mucho mejor que la suya. Y también a mí, su MP4 es sólo de 1 Giga; ya te tiene envidia. ¡No le vas a tener que pedir una cámara a nadie nunca más! Y por fin puedes ver películas también en el coche conmigo...
Mi hermano Pablo se mueve en sueños.
¡Te he dicho que no lo conseguirás! ¡Vete de aquí, Pablo!
Todas las sombras se encogen, retrodediendo. Las del MP4 y el DVD se han metido del todo, dejando escapar un pequeño destello de oscuridad desde sus objetos. Darse cuenta de que sé su verdadero nombre les ha cogido desprevenidas.
¡Pablo, métete en la hucha! ¡Vuelve a la televisión, Pablo! No poseerás a mi hermano, ¡no así! ¡Él ya aprenderá a vivir contigo! No quieras hacerte con él tú sólo.
Las sombras ya han desaparecido. Yo, por si acaso, mantengo la barrera. Estoy cansado. Mi sombra ha ido hasta la silla. Mete las oscuras y traslúcidas manos en su caja de sombras y saca la sombra de una cámara digital.
Ven aquí.
Pero no hace caso.
Ven aquí. ¡¡¡VEN AQUÍ!!!
Vas a la Iglesia, y el cura te larga un discurso acerca de cómo será el Dios (en singular) de un agnóstico. ¡Que al menos sea ateo!, es la conclusión.
Y de noche, una visión. Me acuesto, alerta. Siempre quise evitar esto. Mi feliz ultra-ofrendado hermano Pablo en la cama de al lado, el móvil sobre la mesilla, la tele en la mesa, con el DVD enchufado, al lado su homólogo portátil, la camára en la silla, sobre el P4 8 Gb. El dinero tintinea en la hucha del piarata parche en el ojo sin pata de palo. Ya comienza. Por la rendija de la hucha comienza a surgir una creciente sombra, cubierta de algo parecido a purpurina, como brillantes y pequeños puntos de luz. He podido verlo porque estaba esperándolo. Enciendo; a la tenue luz de la lamparilla con forma de calabaza de Halloween se muestran sombras casi con consistencia surgiendo de todos esos objetos. Se muestran sorprendidas ante la repentina luz. Mi sombra se proyecta en la pared de atrás.
¡Vete de aquí! ¡No lo vas a conseguir! Pero las sombras insisten, se hacen más grandes y avanzan ante mi inesperada resistencia. No hay más remedio. Creo una débil (todo lo fuerte que puedo) barrera, una burbuja con centro mi hermano. No pasáis.
Mira, Pablo. Son 100 €, ¿no los quieres? Yo tengo horas de diversión para ti, Pablo. ¿No te acuerdas de cuando tu hermano no quería dejarte ver la televisión? La quiere para él solo, siempre todo para él y a ti no te deja hacer nada. Pero ahora tienes una tele mucho mejor que la suya. Y también a mí, su MP4 es sólo de 1 Giga; ya te tiene envidia. ¡No le vas a tener que pedir una cámara a nadie nunca más! Y por fin puedes ver películas también en el coche conmigo...
Mi hermano Pablo se mueve en sueños.
¡Te he dicho que no lo conseguirás! ¡Vete de aquí, Pablo!
Todas las sombras se encogen, retrodediendo. Las del MP4 y el DVD se han metido del todo, dejando escapar un pequeño destello de oscuridad desde sus objetos. Darse cuenta de que sé su verdadero nombre les ha cogido desprevenidas.
¡Pablo, métete en la hucha! ¡Vuelve a la televisión, Pablo! No poseerás a mi hermano, ¡no así! ¡Él ya aprenderá a vivir contigo! No quieras hacerte con él tú sólo.
Las sombras ya han desaparecido. Yo, por si acaso, mantengo la barrera. Estoy cansado. Mi sombra ha ido hasta la silla. Mete las oscuras y traslúcidas manos en su caja de sombras y saca la sombra de una cámara digital.
Ven aquí.
Pero no hace caso.
Ven aquí. ¡¡¡VEN AQUÍ!!!
Color del cristal con que se mira:
Anticuentos,
Cuentos de fotones relativos,
Cuentos de luciérnagas
sábado, 10 de mayo de 2008
Mientras corre, las sombras de las calles empiezan a alargarse. Todo está desierto. No consigue perder al loco, que avanza entre esas sombras, confundiéndose con ellas, pero al fin llega a donde está el barquero. Le grita que no tiene dinero pero que si no la deja pasar un loco la matará.
– Yo no te voy a cruzar.
– ¡Quiero vivir, me oye, vivir mi vida! ¡Si he venido desde el otro lado fue porque reuní las suficientes fuerzas para ser libre, y ahora decido que seré responsable y que no dejaré que mi libertad me mate, por mucho que me pese! Esa sombra loca es mi pasado, pero yo le demostraré que soy lo suficientemente fuerte para ser libre aunque me duela. Necesito una barca para volver, ¿me oye?. Vine a este lado pensando que así me desahogaría y todo sería mejor de una vez, pero aún no decidí quedarme. No. ¡Crúceme en la barca!
– Yo no remaré. Tendrás que hacerlo tú.
Helena jamás ha remado, eso está claro. Haber venido hasta aquí había sido fácil, pero regresar sería muy duro. No tiene ni idea de cómo se hace. Tendría que aprender sobre la marcha o morir. Sabe que el sol está cayendo a sus espaldas, tras los tejados de las casas; una de ellas es la de su recién estrenado amante. Queda un metro escaso para que las sombras lleguen al río.
Asiente. Salta a la barca (casi se cae al agua) y empieza a mover los remos en el canal como creía haber visto hacer al barquero al venir, pero en realidad parece que está preparando una sopa. “¡No sé cómo se hace!” le dice al barquero. Pero él se ha sentado sobre la popa, con los ojos cerrados y en silencio.
Desesperada, saca un remo y empuja contra la pared de piedra del canal con él. Se separan de la orilla un poco, el remo ya no llega a la pared, y el loco, entre las sombras, se queda en la orilla, con la vista fija en la barca, en Helena, espectante.
Helena se sienta y empieza a mover el agua con el remo que tiene en la mano. Avanzan un poco más, pero pronto la barca empieza a girar. Desesperada, suelta ese remo y coge el del lado opuesto, todavía enganchado a la barca, y rema con él. Ve con alegría cómo la barca se estabiliza, pero algo la saca de su dicha: el loco ha saltado al agua. Si al menos se hubiese hundido (y con algo de suerte la corriente se lo hubiera llevado) Helena no estaría tan aterrada como ahora, pues el loco se mantenía de pie sobre el agua, como flotando. Se acercó a ellos. Cuando estaba a un par de metros de distancia algo le impidió seguir, porque se retuvo y esperó, como había hecho en la orilla. Helena aún no podía verle la cara.
No podía hacer otra cosa que seguir remando. Era un esfuerzo titánico, como nunca había hecho, los brazos, las piernas, todo dolía, y a punto estuvo de dejarlo y entregarse al loco. Parecía que el peso de la barca aumentaba cuanto más se acercaba el loco.
La mitad del trayecto estaba recorrida y cada vez costaba más mover el remo en el agua. En poco tiempo el sol se habría metido y el loco la alcanzaría, pues era una sombra, y las sombras sólo pueden avanzar en la luz; por eso antes se había tenido que esperar. Solamente quedaba una rendija del astro tras los tejados.
Y, por fin, Helena llegó al otro lado. Dio un salto para salir del río.
– ¿No crees que te deja algo? –la advirtió el barquero.
Pero Helena no le escuchó. Corrió para llegar a su casa, mojada de sudor y de agua. Se cayó al suelo. La causa no fue una piedra traicionera, sino un repentino y terrible dolor en los pies. Miró atrás.
El barquero y su barca habían desaparecido, increíble para los pocos segundos que les había vuelto la vista. Esó sí, ahí estaba el loco, al lado de la orilla, hundiéndose poco a poco en el agua.
Cada vez le dolía a Helena más y más el cuerpo. “¡¡¡No!!!”. El chillido resonó por toda la calle, cruzó el río, la segunda a la derecha, todo de frente y después la primera a la izquierda, la casa en frente de la alfarería, se coló por debajo de la puerta subió las escaleras, entró por la puerta entreabierta del dormitorio y llegó a los oídos del amante: “¡¡¡No!!!”.
Mientras tanto, Helena se había estado arrastrando hacia la orilla. Sus piernas ya no las sentía a causa del dolor, que se había extendido por todo el cuerpo. El loco estaba chapoteando con las manos, intentando no hundirse. Con todas sus fuerzas, Helena tiró de él. Sólo tuvo tiempo para verle la cara: era su cara, él era ella misma, era Helena. No pudo comprobar esto del todo porque en cuanto salió del río desapareció.
Helena se quedó quieta, empapada, y lloró.
– Yo no te voy a cruzar.
– ¡Quiero vivir, me oye, vivir mi vida! ¡Si he venido desde el otro lado fue porque reuní las suficientes fuerzas para ser libre, y ahora decido que seré responsable y que no dejaré que mi libertad me mate, por mucho que me pese! Esa sombra loca es mi pasado, pero yo le demostraré que soy lo suficientemente fuerte para ser libre aunque me duela. Necesito una barca para volver, ¿me oye?. Vine a este lado pensando que así me desahogaría y todo sería mejor de una vez, pero aún no decidí quedarme. No. ¡Crúceme en la barca!
– Yo no remaré. Tendrás que hacerlo tú.
Helena jamás ha remado, eso está claro. Haber venido hasta aquí había sido fácil, pero regresar sería muy duro. No tiene ni idea de cómo se hace. Tendría que aprender sobre la marcha o morir. Sabe que el sol está cayendo a sus espaldas, tras los tejados de las casas; una de ellas es la de su recién estrenado amante. Queda un metro escaso para que las sombras lleguen al río.
Asiente. Salta a la barca (casi se cae al agua) y empieza a mover los remos en el canal como creía haber visto hacer al barquero al venir, pero en realidad parece que está preparando una sopa. “¡No sé cómo se hace!” le dice al barquero. Pero él se ha sentado sobre la popa, con los ojos cerrados y en silencio.
Desesperada, saca un remo y empuja contra la pared de piedra del canal con él. Se separan de la orilla un poco, el remo ya no llega a la pared, y el loco, entre las sombras, se queda en la orilla, con la vista fija en la barca, en Helena, espectante.
Helena se sienta y empieza a mover el agua con el remo que tiene en la mano. Avanzan un poco más, pero pronto la barca empieza a girar. Desesperada, suelta ese remo y coge el del lado opuesto, todavía enganchado a la barca, y rema con él. Ve con alegría cómo la barca se estabiliza, pero algo la saca de su dicha: el loco ha saltado al agua. Si al menos se hubiese hundido (y con algo de suerte la corriente se lo hubiera llevado) Helena no estaría tan aterrada como ahora, pues el loco se mantenía de pie sobre el agua, como flotando. Se acercó a ellos. Cuando estaba a un par de metros de distancia algo le impidió seguir, porque se retuvo y esperó, como había hecho en la orilla. Helena aún no podía verle la cara.
No podía hacer otra cosa que seguir remando. Era un esfuerzo titánico, como nunca había hecho, los brazos, las piernas, todo dolía, y a punto estuvo de dejarlo y entregarse al loco. Parecía que el peso de la barca aumentaba cuanto más se acercaba el loco.
La mitad del trayecto estaba recorrida y cada vez costaba más mover el remo en el agua. En poco tiempo el sol se habría metido y el loco la alcanzaría, pues era una sombra, y las sombras sólo pueden avanzar en la luz; por eso antes se había tenido que esperar. Solamente quedaba una rendija del astro tras los tejados.
Y, por fin, Helena llegó al otro lado. Dio un salto para salir del río.
– ¿No crees que te deja algo? –la advirtió el barquero.
Pero Helena no le escuchó. Corrió para llegar a su casa, mojada de sudor y de agua. Se cayó al suelo. La causa no fue una piedra traicionera, sino un repentino y terrible dolor en los pies. Miró atrás.
El barquero y su barca habían desaparecido, increíble para los pocos segundos que les había vuelto la vista. Esó sí, ahí estaba el loco, al lado de la orilla, hundiéndose poco a poco en el agua.
Cada vez le dolía a Helena más y más el cuerpo. “¡¡¡No!!!”. El chillido resonó por toda la calle, cruzó el río, la segunda a la derecha, todo de frente y después la primera a la izquierda, la casa en frente de la alfarería, se coló por debajo de la puerta subió las escaleras, entró por la puerta entreabierta del dormitorio y llegó a los oídos del amante: “¡¡¡No!!!”.
Mientras tanto, Helena se había estado arrastrando hacia la orilla. Sus piernas ya no las sentía a causa del dolor, que se había extendido por todo el cuerpo. El loco estaba chapoteando con las manos, intentando no hundirse. Con todas sus fuerzas, Helena tiró de él. Sólo tuvo tiempo para verle la cara: era su cara, él era ella misma, era Helena. No pudo comprobar esto del todo porque en cuanto salió del río desapareció.
Helena se quedó quieta, empapada, y lloró.
No puedo callarme que está inspirado en
Cuentos de Terramar, de Úrsula K. le Guin
Color del cristal con que se mira:
Cuentos de fotones relativos,
Cuentos de luciérnagas
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